Hace un par de meses charlaba con Antón Lezcano, enorme seguidor deportivista, que me aseguraba que no hay vacuna para el Dépor: “una vez estás infectado por el Dépor mueres siendo deportivista”. En su momento ya me pareció una acertadísima reflexión pero verano a verano, ese interín entre la temporada que concluye y antes de que propicie la siguiente, esa máxima se cumple.
No importa cómo le haya ido al cuadro blanquiazul: ascenso, descenso, que mantenga la categoría... La ilusión de la afición se renueva y no solo crece, sino que va en aumento. No hay nada que frene o mengue las ganas de la hinchada deportivista. No importa si los precios de los abonos suben o si Abegondo se convierte en un búnker inexpugnable, en el que ya no hay recovecos tras los que ver de forma furtiva el entrenamiento.
Las fotos con los jugadores pasan a hacerse a distancia, con los futbolistas asomando la cabeza por una diminuta ventana a las puertas de la ciudad deportiva.
Nada de eso importa, porque el cariño y sobre todo la devoción que sienten los seguidores del Dépor va más allá de cualquier vacilación, sean cuales sean las circunstancias del club herculino. Porque los aficionados no acudían a ver un partido de Primera Federación a Riazor, iban a ver al Deportivo. Y por eso ahora cuentan los días, menos de un mes resta, para que regrese la Liga al templo blanquiazul.
En mi caso, como periodista deportiva, admito que echo de menos los fines de semana de partido. Todo lo que envuelve al fútbol actual, cada vez más negocio y menos deporte, pero que creo que en este córner del Atlántico aún mueve más corazones que billetes. Por lo menos en sus gentes, que diría Arsenio.