Parecíamos habernos olvidado todos de Óscar Gilsanz cuando a las 19.30 nos sonó la alerta de X para anunciarnos algo que ya sabíamos desde el mismo día en que dio el salto al primer equipo. No por esperado deja de ser triste que otro deportivista, uno más, se vea obligado a abandonar el barco blanquiazul. Claro que el club no ha faltado a la verdad al afirmar que su trayectoria le hace acreedor de la dirección de la Escuela de Entrenadores y de los Proyectos Formativos Externos gracias a su gran experiencia y fenomenales resultados en las categorías inferiores. Porque el que vale, vale. Y si vale para hacer campeón de España al Juvenil A, ascender al Fabril y salvar al Dépor, no hace falta ser excesivamente perspicaz para deducir que está de sobra capacitado para formar a futuros entrenadores.
Ahora bien, la situación es bastante sonrojante para ambas partes. Para unos, por el hecho de transmitir la inoportuna sensación de infravalorar un trabajo fantástico en un momento de crisis máxima, con el equipo al borde de un abismo del que le costó salir cuatro interminables años. Para el otro, por sentir el menosprecio a una labor que parte desde un corazón blanquiazul y desde una capacidad fuera de toda duda. Gilsanz podría haber echado raíces y ser un hombre de club. Como Caparrós en el Sevilla o Víctor Fernández en el Zaragoza. Pero se va. Y lo hará como un señor. Con la cabeza alta. Sin resentimientos. Como haría cualquier buen deportivista.