OPINIÓN | La tormenta del siglo en calzoncillos
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OPINIÓN | La tormenta del siglo en calzoncillos

OPINIÓN | La tormenta del siglo en calzoncillos
Lance de la final de Copa de 1995 entre Deportivo y Valencia cuando la tromba de agua y granizo ya había empezado a caer sobre el Bernabéu | ARCHIVO EL IDEAL GALLEGO

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Con más de media España en alerta por alta probabilidad de tormentas y fuertes precipitaciones se cumplen tres décadas de uno de los mayores diluvios registrados en Madrid. La capital de España amaneció con un bochorno terrorífico, que hacía presagiar una tarde-noche desapacible, aunque nada cercano a las dimensiones cuasi catastróficas que finalmente adquirió. Dicen que esto es un fenómeno al alza en los últimos años debido al calentamiento global. A algunos, recordar aquella experiencia nos hace plantearnos si eso es verdad o si es una falacia más de los que mandan en su constante aplicación de la llamada ‘doctrina del shock’.

 

Como la meteorología y las conspiraciones suelen protagonizar conversaciones de ascensor y de cuñados, prefiero hablar de otros asuntos. El deportivismo se veía tal día como hoy ante un momento histórico, su primera final de Copa del Rey. Nadie lo sabía todavía, pero no era la primera final de un torneo nacional para el Deportivo. Eso sí, aún faltaba un cuarto de siglo para desempolvar la Copa España de 1912 y actualizar el palmarés del club. En aquellos instantes todos los deportivistas éramos felices y soñábamos con ganar una Copa. Había estado muy cerca la final de 1989, aunque siendo realistas, para aquel Dépor de Segunda, pese a su heroica aventura en la que dejó en la cuneta a Real Sociedad y Mallorca, derrotar al Real Madrid de la ‘Quinta del Buitre’ se antojaba misión imposible. Todo lo que sucedía, incluidas las lágrimas derramadas por el dichoso penalti, era un regalo. La promoción perdida con el Tenerife, el ascenso ante el Murcia, la permanencia ante el Betis, los fichajes de Bebeto y Mauro Silva, la primera clasificación europea, el debut continental en Aalborg, la victoria en Villa Park...

 

Durante la madrugada de San Juan, cientos de buses arrancaron desde diferentes puntos de la ciudad rumbo al paseo de La Castellana. Los pagaba el ayuntamiento. La relación entre María Pita y la plaza de Pontevedra no transitaba por su peor momento. Y los gestionaban los clubes modestos. Desde la parada Avenida da Pasaxe/Avenida da Concordia salimos tres. O sea, alrededor de un centenar y medio de deportivistas. El responsable de uno de ellos era mi padre, entonces en la junta directiva del Atlético Castros además de entrenador del equipo de modestos y coordinador de las categorías inferiores.

 

Recuerdo un viaje movidito por culpa de algunos que se habían pasado de rosca en el San Juan exprés que vivieron para poder disfrutar de un desplazamiento gratuito a Madrid. Y efectivamente, nada más descender del autocar alrededor del mediodía, no se hablaba de otra cosa que no fuese el calor asfixiante. El cielo fue volviéndose plomizo a lo largo de la tarde, y ya a la hora de inicio del encuentro era mayoritariamente gris. Durante el partido, en algún momento parecían oírse truenos pero, ¿quién no tuvo esa sensación alguna vez dentro de  un estadio con 80.000 personas? El Bernabéu estaba en obras. El Real Madrid trataba de rematar la elevación de la cubierta posterior a la construcción del tercer anfiteatro en ambos fondos y el lateral oeste que acometió entre 1992 y 1995. Cuando cayeron las primeras pelotas de granizo, que parecían soltadas por un gotero, mi primera mirada se dirigió a las redes que protegían la parte inferior de la cubierta ante la posible caída de materiales. Era granizo de un tamaño cercano a una pelota de golf. No sé qué hubiese sido mejor. Todas las dependencias interiores del estadio se anegaron porque buena parte del primer anfiteatro se encuentra por debajo del nivel de la calle. Sorteamos aquellas piscinas que se formaban en los huecos de las escaleras de acceso a los vomitorios y, ya sin unos pantalones que encharcados pesaban varios kilos, anduvimos Castellana arriba en calzoncillos en busca de nuestro bus para volver a casa. Eso sí, tres días después volvimos a hacer con toda la ilusión los 600 kilómetros. Es lo que tiene “el club en el que siempre pasa algo”.

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