“En el ajedrez, como el tenis, te despistas un momento y ya se revuelve la partida. En este aspecto son dos disciplinas bastante parecidas”, decía hace unos años Carlos Alcaraz en una entrevista en Marca. Sorprendía que el tenista, aún en ciernes de convertirse en el campeón que es en la actualidad, hablase sobre las similitudes entre dos disciplinas, sobre la mesa, tan antagónicas. 

El tenis como algo dinámico, explosivo mientras el ajedrez, a simple vista, más reposado. Los que lo hemos practicado durante años a nivel amateur sabemos que es dentro de nuestras cabezas donde se produce el terremoto. La concentración es clave a la hora de tener controlados no solo los movimientos propios si no también los del rival. Se trata de anticiparse a las jugadas del oponente, ver en un tablero de ajedrez, con las piezas fijas y sin poder tocarlas, todo lo que puede suceder varios movimientos después. 

Poner el foco en esas 64 casillas es algo que Alcaraz practicaba justo antes de enfrentarse a un partido de tenis. Comentaba que le ayudaba a que la cabeza funcionase mejor. Doy fe de que este milenario juego, que nació en el siglo VI d.C en la India, contribuye a asentar la mente y a vivir en el presente. En una sociedad actual en la que estamos siempre pensando en el después, donde nos cuesta estar en el aquí y el ahora reconforta que el ajedrez nos obligue a parar. 

A una reflexión sosegada de cada uno de nuestros pasos, que nos inste a quedarnos en el presente antes de ir más allá. Y es verdad lo que dice Alcaraz de que si levantas un momento tu mirada del tablero, si te distraes, puedes perder en un abrir y cerrar de ojos. Y en los actuales tiempos, en lo que nada nos sacia ni capta nuestra atención más de unos minutos, me gusta recordar que existe el ajedrez, con su aparente calma pero que contiene a un volcán.