En el ardor de la competición pienso a veces que un entrenador de fútbol, de hockey o de baloncesto dedica el 100% del día (o casi) a pensar en su deporte: en el rival y cómo abordarlo para hacerle daño; en recuperar a sus lesionados; en la próxima alineación titular; en el mensaje en el vestuario antes de pisar el césped o el parqué... . Incluso cuando el entrenador sale de casa a dar un paseo está pensando en su plantilla y en el próximo partido, o mientras espera a que le den una barra de pan en la tienda. Se despista al ver una película o leer un libro lejos del campo o del pabellón, cuando se evade dándose un baño en la piscina o jugando al golf, pero de pronto le asalta cualquier inquietud relacionada con sus jugadores o sus rivales.
Incluso en vacaciones, el míster piensa ya en la próxima temporada. Está esclavizado, y le gusta, a una dedicación total en la que se confunden los límites de la pasión y la obsesión. Fascinante trabajo, bendita enfermedad, con sus recompensas y castigos, con suerte o sin ella.
A veces pienso que Juan Copa se parece mucho a este entrenador que describo. O Pep Guardiola. Su entrega desmedida a sus equipos y ese intenso amor a su oficio consiguen trasladármelos a mí a la mesa sobre la que escribo sus crónicas o al sofá desde el que veo sus partidos. Un día saltaré celebrando los triunfos de sus equipos, otro día me llevaré las manos a la cabeza tratando de descubrir dónde estuvo la clave de las derrotas. Así late la pasión por el deporte de equipo. Y así crece mi respeto máximo hacia la figura del entrenador vocacional, enfermo, genial. No son magos de la estrategia, no son inventores de su deporte, se equivocan tanto como cualquiera aunque un año levanten títulos y al siguiente no ganen ninguno pero sean elegidos entre todos sus compañeros como los mejores de su profesión.