Estamos en agosto. Todavía hace calor, calzo sandalias mañana, tarde y noche y los días siguen siendo largos. Pero ya parece un poco menos verano. La vuelta del fútbol a los fines de semana le quita un poco de esencia a esta época del año. Por lo menos para mí, porque estar en la redacción mientras de fondo en la televisión se escucha a un locutor que se deja la garganta mientras grita gol me teletransporta directamente a un escenario de rutina, a las antípodas de un invierno con frío, botas y paraguas. La única diferencia es que miro para fuera a través de las enormes cristaleras del Palacio de la Ópera y hay luz, mientras que dentro de unos meses todo se verá a oscuras salvo por los faros de los coches que dan la vuelta en la rotonda de la Glorieta de América e iluminan el paisaje a cuentagotas, como si fueran el faro de la Torre de Hércules girando con su luz por la bahía.

Pongo la radio y Amaral canta aquello de No quedan días de verano, el viento se los llevó. También se dan cuenta en las emisoras de que esto se va esfumando. Yo me resisto, pero el fútbol me lo pone difícil. No es que no tuviera ganas de que volviera. Reconozco que entrar en Coruña y ver esa explosión de blanquiazul siempre me pone de buen humor porque estoy firmemente convencida de que no hay ciudad más bonita que la nuestra, en especial cuando juega el Dépor. Pero yo podía resistir un poco más, por lo menos hasta mediados de septiembre, sincronizando agendas con los colegios, para sacarle partido a los últimos fines de semana de verano sin que los planes se vean condicionados porque a las dos juega el City y a las nueve el Barça. Aún quedan días de verano. Y yo me lo he pasado fenomenal escribiendo de atletismo, taekwondo, piragüismo, voleibol, natación, autocross, halterofilia, escalada, patinaje, natación artística, tenis, rugby... y cómo no, un poquito de hockey. Todavía quedan días e historias. Que dure un poquito más.