Diez años más tarde, en el descuento de un partido crucial y con empate en el marcador, un imberbe compañero se filtró escorado en el área contraria, casi en la línea de fondo después de dejar descalabrados a dos rivales. Yo esperaba en el borde del área pequeña para empujar a la red un obsequio que nunca llegó. Mi compañero tiró casi sin ángulo y estrelló el balón en la base del palo. Me lo quería comer por aquello y casi me lo como cuando escuché la frase que salió de su boca: “Vaia xoghadón fixen". Ciego, me fui a por él mientras el portero rival sacaba de puerta y el árbitro pitaba el final. Recuerdo como aquel gran chaval entraba llorando en el vestuario y yo, en el papel de capitán autoritario, ni lo miré a la cara. Esa misma noche teníamos cena de Navidad y antes de sentarnos a la mesa tomé una cerveza con él y le expliqué con mejores palabras lo que significaba todo aquello. Le di un abrazo y allí se murió todo.
Cuento estas anécdotas porque últimamente echo de menos esa jerarquía que debe de existir en cualquier vestuario, que se puede ejercer susurrando, gritando o tomando una cerveza,. Echo de menos una jerarquía que enseñe el camino a aquellos que, por diferentes motivos, parecen no darse cuenta de la importancia de lo que se juega un equipo y un club que están muy por encima de todos. Desde ese punto de vista abro el debate: