Apuntadme en la columna de los acongojados ante las noticias del adiós de Helton Leite. Entiendo que lo que sucede, conviene. También que hay argumentos contables que desaconsejan “holdear”. Y creedme, no estaba yo con el cincel en la mano dispuesto a esculpir una estatua frente al Pabellón de los Deportes en honor a la única (y buena) temporada de nuestro efímero, creyente y brasileiro arquero con la leyenda “Fé em Cristo e cobrir o primeiro poste”. Pero me asusta perder al portero titular.
Será que, para empezar, yo crecí con el conocimiento adquirido de que la mayor leyenda del club hasta finales del siglo XX era Juan Acuña, Xanetas, de profesión, portero. Ya después, asocio las mejores etapas recientes del club con la estabilidad en la posición de uno: Liaño cuando fuimos Súper; Songo’o y Molina cuando fuimos los mejores; Aranzubía cuando nos sostuvimos antes del declive. Desde entonces, la zozobra bajo el travesaño y en las clasificaciones. Será casualidad.
Será también la nostalgia infantil. Mis primeros recuerdos futbolísticos son de Arconada, de Rinat Dasáyev, de Harald Schumacher, de los belgas Pfaff y Preud’homme, de Jorge “Parrocho” en mi primera visita a Riazor. En un fútbol menos atlético y más peludo que el de hoy, eran los jugadores que más se aproximaban a lo superheroico. Ayudaban sus equipaciones, tan coloridas y memorables que se pagarían a cientos de euros en un outlet hipster. Que ocupasen el único puesto con aroma mitológico (cancerbero) sumaba puntos.
Será por la cultura futbolística. Recito el catecismo del orden y talento arsenista, precisamente “in that order”, que diría Gareth Bale. En mi planificación inmobiliaria, al famoso “pasillo de seguridad” que popularizó Luis Aragonés le sobran metros: dame un portero seguro antes que nada y ya vamos viendo.
Será por pura empatía. Desde su definición, la de portero es la posición más especial del juego. Pero son los jugadores que menos camisetas venden, así sea porque no pueden vestir los colores del club. Al hablar de sistemas, solo distribuimos a diez jugadores en el campo. Continúa el ninguneo. En los últimos 25 años se han reducido sus privilegios y, en una de las transformaciones más radicales del reglamento, ha crecido la importancia de sus pies por encima de la de sus manos. Hoy, para ser portero moderno, se requiere parar y jugar. Un reciclaje que, pese al paso de los años, sigue siendo mal recibido por los aficionados, alterados cada vez que el de los guantes hace una pisadita en el área pequeña.
Muchos motivos para apreciar a los guardarredes pero no suficientes para retener a Helton y privarlo de curar la saudade con un retorno a ultramar. Sea. Quizás el espigado belorizontino que defendía mejor por bajo en los mano a mano que por alto en el balón parado resulte fácilmente intercambiable por otro especialista. No es tan sencillo reemplazar mi convicción en que las certezas de un equipo comienzan bajo los palos. Se trata de encontrar ahora una aún mayor. Pero en el fondo de mi cabeza permanece la impresión de que si los llamáramos goleiros, como en Brasil, usando la palabra más importante del fútbol para designarlos, puede que los tuviésemos en mayor consideración.