Hubo una vez en la que Lendoiro me quiso fichar, unos años después de la conquista de la Liga. Fiel a su leyenda, el asalto final de la negociación incluyó cena, cava y postre, menú al que añadí algún digestivo. Era un viernes, pasaban de las tres de la madrugada, y concluidas las negociaciones, me preguntó a dónde iba. Con un dedo, señalé la parte inferior del restaurante en el que estábamos, indicando que apuraría la noche en el Playa Club, donde su hijo Héctor pinchaba a The Smiths (el grupo favorito de Djalminha y también el mío) y otras delicatessen del pop británico. Y decidió que me acompañaría. Sorprendió su presencia al personal de la sala, pues rara vez se dejaba caer por allí. Fue dentro cuando le quise contar una historia.
—Esto fue como a mediados de los 80, en un Deportivo-Deportivo Aragón…
—Nunca jugamos contra el Deportivo Aragón…
—Jugamos y ganamos 3-0.
—Qué va.
—Augusto, antes que tú también había club. No solía ganar todos los domingos, pero existir sí existía.
Soltó una carcajada. Quedé en que le haría llegar una crónica de aquel partido, para despejar todas sus dudas. Y continué con la historia. Antes de contarla entera en estas líneas, es preciso hacer una acotación de carácter histórico. Ahora, pasado el tiempo, hay quien dice que la Liga del 2000 fue el sueño cumplido de mi generación. No, no y no. Siempre discrepo. Porque los llamados “niños del ascenso” (a los que el ascenso ya nos pilló como adultos) jamás soñamos con ganar un campeonato de Liga (bueno, salvo uno, cuyo nombre se revelará después). El summum, lo imposible, el Everest, era conseguir el ascenso a Primera División. Tatuado en la mente llevamos aún hoy aquel día de 1983 en que fuimos fulminados por un Rayo y la posterior procesión de los ‘caladiños’ al salir del estadio, en la que solo se escuchaba el rugir de las olas. Entonces, cuando eres chaval y parece que el día tiene más horas, la ‘longa noite de pedra’ parecía eterna. Y más eterna se hizo en los años venideros, con el atraco en el Tartiere, el robo del penalti de Alvelo y la frustración en Riazor contra el Tenerife.
Salvo una persona, que no es Lendoiro, nadie, absolutamente nadie, soñaba con ganar la Liga aquel 29 de septiembre de 1985 en el que el Deportivo y el Deportivo Aragón se enfrentaron en Riazor en partido de la quinta jornada del campeonato de Segunda, aquella categoría que era para los hinchas blanquiazules como el salón de ‘El ángel exterminador’ de Buñuel, un sitio del que no podíamos salir por más que lo intentásemos. Aquel partido lo vi desde Preferencia Superior, con mi padre, mi tío Pirulo, mi primo Pablo, todos adultos, y mi primo Carlos, unos meses menor que yo, que por entonces tenía 14 años. Marcó pronto el Dépor y nos fuimos a practicar nuestra actividad favorita: una pachanga con el vomitorio como portería, con una improvisada pelota hecha de periódicos y paquetes de tabaco. Marcó un gol Carlos y lo celebró a lo grande:
—¡Goool! ¡Y Liga para el Dépor!
—¿Cómo que Liga? Será ascenso.
—Liga.
Tras la reafirmación, estallé en una carcajada como la de Lendoiro años después en el Playa Club. Y ahí se acabó el juego. Enfurruñado, Carlos se volvió a la butaca, junto a los mayores.
—¿Por qué está enfadado tu primo?
—Porque dice que vamos a ganar la Liga.
Las risas de los mayores superaron a la mía. Mi primo fue humilladísimo aquel día.
Poco menos de quince años después, presencié desde el palco presidencial cómo el Dépor ganaba el título de Liga. Hice una pieza sobre cómo se vivió el partido desde la zona noble en la que aludí a Lendoiro como “Julio Verne del fútbol”. Cené en la sala contigua a la que lo hicieron jugadores, cuerpo técnico y directivos en el restaurante del Playa Club, y después nos dejaron pasar a la principal, donde el padre Jabo perdonó todos mis pecados (léase críticas). De ahí a la discoteca de abajo, donde bailamos con Scaloni, subido a un bafle, y un más contenido Manuel Pablo. Lucí mis mejores galas: una camiseta de la época de Vicente con el 7 a la espalda y, por debajo, otra con el 8 de Djalminha. Esta tiene una curiosa historia: el brasileño me la intercambió por once cedés de grupos parecidos a The Smiths. Pero cuál sería la decidiría yo: “Te pediré la de tu mejor partido”, le había dicho. Lo llamé tras su sublime exhibición en el Dépor-Barça de la temporada de la Liga: “Quiero esa”. Al día siguiente era mía. Poco después fue lo de la lambretta contra el Real Madrid: negocié un intercambio. Dijo no: “Haberlo pensado mejor. Djalminha siempre se puede superar”, contestó el muy fenómeno.
Volviendo al día de autos, el reloj marcaba las once y media de la mañana del 20 de mayo de 2000 cuando salí del Playa Club. De vuelta a Os Castros, en la plaza de Pontevedra, me crucé con el amigo Antón Lezcano. Nos dimos un abrazo de gol. Concretamente, de gol de Donato. Y le compré una camiseta con un corazón deportivista y la leyenda “campeón liga 99-00”. Alcancé la cama pasadas las doce. Ya dormía cuando mi madre me vino a despertar: “Tu primo Carlos quiere verte”. Me resistí bastante. Pero a los tres minutos ya estaba plantado delante de mi cama. Nunca habíamos vuelto a mencionar aquel incidente en Riazor, quince años atrás. Y entonces habló:
—¿Te acuerdas de aquel día en que jugamos contra el Deportivo Aragón…?
Cómo me voy a olvidar.
Rubén Ventureira, socio 660, es insignia de oro y brillantes del Deportivo