No me entienda mal. No soy partidario de la violencia en ningún ámbito de la vida. Y mucho menos en el educativo. Sin embargo, el empate del otro día del Deportivo ha hecho que, en los últimos días, no pare de venirme a la cabeza esa frase con la que titulo. Suena ya casposa, sí. Aunque, en ocasiones como esta, cierta. Porque nunca está de más como lección recibir un golpe (metafórico) cuando llevas demasiado el pecho hacia fuera.
El deportivismo se las prometía muy felices después del debut de Granada. Ante un rival directo, un triunfo contundente, refinado por un descomunal gol colectivo y que incluso se quedó corto. Muchas luces que, quizá, deslumbraron la verdadera realidad.
No busco echar agua al vino. La victoria, teniendo en cuenta que el blanquiazul también era un equipo novel, es de mérito. Un golpe en la mesa. El equipo de Hidalgo enseñó muchas virtudes que se le presuponían y otras tantas que quizá esperábamos que fuese adquiriendo con rodaje. No es fácil ofrecer una versión tan madura en el primer partido. Pero resulta más sencillo si enfrente hay un rival lastrado por las limitaciones del control económico en forma de dificultades para inscribir.
De este modo, el Dépor afrontaba ante el Burgos la prueba del algodón. Jugaba en Riazor, su asignatura pendiente el pasado curso. Y enfrente iba a estar un rival que en la última temporada había vagado por el mismo camino del ‘mediatablismo’, pero con la ventaja que en el inicio de todas las competiciones da el hecho de apostar por la continuidad en banquillo y césped.
Pero, a las primeras de cambio, el equipo dio en hueso. Lo hizo con un traspié relativo, pues ojalá todos los resbalones supusiesen sumar puntos y mantener la portería a cero. Si me critican, mejor que sea por serio y no por descuidado.
Obviamente, me hubiese gustado ver una versión arrolladora del Deportivo. Me hubiese encantado que el conjunto de Hidalgo borrase del campo al Burgos. Incluso me hubiese conformado con una actuación más ramplona con tal de que acabase en victoria local. Pero teniendo en cuenta el contexto, el empate en un partido polvorón puede ser hasta una buena noticia pensando en el medio plazo.
Por un lado, para recordar al deportivismo lo que es la Segunda División. Es curioso el fenómeno social que se vive en Riazor, pues esa fidelidad de la hinchada blanquiazul para sostener al equipo incluso en las circunstancias más adversas de su historia se convierte en euforia a poco que hay razones para sonreír. Quizá sea lógico, teniendo las ganas que hay de volver a vivir noches que ahora valoramos de verdad. No conviene tampoco olvidar que lo que hay detrás es, simplemente, un sentimiento irracional de pertenencia que es mejor no tratar de entender ni, por supuesto, limitar. ¿Qué sería del fútbol sin eso?
Sin embargo, en ocasiones conviene ir más allá. Pararse a analizar. Y entender que ganar 1-3 en Granada no te hace favorito a campeonar, como tampoco te convierte en el mejor automáticamente el hecho de fichar a cuatro buenos jugadores sobre el papel. O rechazar ofertas millonarias por tu gran estrella.
Precisamente esa circunstancia obliga también a ser diligente en los despachos. Los deberes están avanzados, pero es necesario culminarlos. No hay mejor prueba que la competición para enseñar las carencias propias —que las hay—. Y si el Dépor quiere hacer acopio de las máximas garantías para afrontar un reto tan necesario como mayúsculo, no debe caer en la autocomplacencia. Habrá más Burgos que Granadas en el camino.