Tal y como dijo Lendoiro no hace mucho tampoco hacía falta saber patinar para que nos convirtiésemos a la religión del hockey. En los albores de los ochenta muchos apenas éramos unos niños y desconocíamos que aquel deporte tenía una notable tradición en la ciudad, que se había jugado incluso en la plaza de María Pita o que el Deportivo también llevó un stick en la mano. El caso es que nos empatamos a aquel ingenio que se revestía con un marketing impensado en la época. “El Liceo da satisfacciones”, decía el slogan, en contraposición con aquel equipo de fútbol que no dejaba de disgustarnos. Y allá que nos íbamos al Palacio a disfrutar. Y sobre todo a ganar, a ser satisfechos.
El Liceo ganó mucho y nos lo hizo pasar muy bien, Y a casi todos los que estábamos allí ni se nos pasó por la cabeza calzar unos patines (otra cosa era el monopatín, que tuvo su época y su punto). De manera inopinada A Coruña se vio en la élite planetaria y nos importo mucho que aquel mapamundi fuese un tanto chato. Aprendimos geografía y toponimia catalana. Nos hermanamos con Portugal y descubrimos que en San Juan, una ignota población del interior argentino, brotaban jugadores excelente,. Queríamos comernos el mundo y en el verano de 1981 llegaron Daniel Martinazzo y Mario Agüero para hacernos ganadores. El segundo campeonato de Liga que ganó un equipo coruñés (el primero la logró el sesentero Medina femenino de baloncesto) se festejó en 1983. Martinazzo, que luego no dejó de regresar, se había ido a jugar a Italia. Pero Agüero se había quedado para liderar a aquel equipo y conseguir que Coruña fuese una ciudad campeona. Marcó 58 goles en 30 partidos, con el ocho a la espalda y aquellos pantaloncitos que parecía que iban a reventar por todos lados y que incluso fueron protagonistas con una memorable anécdota en el duelo final en Tenerife cuando amenazó con no jugar porque le habían dado unas calzonas en las que apenas entraba.
Ganamos gracias a Agüero, el entrañable Gordo de aquel Liceo iniciático para tantos que apenas jugó dos años en A Coruña, suficientes para fraguar una leyenda. Aquel tipo poderoso, que castigaba la bola con una palanca bestial, que no tenía miedo a nada y que tras cantar el alirón se fue también a Italia, al Monza, y nos dejó huérfanos. No tanto como hoy. Descanse en paz.