Los que tienen el tiempo libre y la paciencia suficiente como para escucharme hablar de fútbol, saben que hace tiempo que estoy montando una teoría sobre el Deportivo y sus años de barro. Todavía en desarrollo, pero que viene a establecer que el club coruñés atraviesa un momento en el que su historia es demasiado grande para su propio bien. Que el peso de su escudo y la coyuntura del último lustro dificulta encontrar jugadores que reúnan las dos cualidades indispensables que exige el deporte de élite: talento y, sobre todo, capacidad para mostrar ese mismo talento cuando la presión es extrema. Por supuesto, este fenómeno se extiende a otros clubes que desde hace años navegan una travesía similar a la blanquiazul.
No han sido pocos los futbolistas que llegaron a A Coruña en el mejor momento de su carrera en los últimos años y se estamparon contra un techo de cristal que ni ellos habían podido ver. Algunos se dieron cuenta. Salieron del equipo y desde entonces su carrera no ha vuelto a remontar. A menos no a los niveles que apuntaban antes de pasar por Riazor. Hubo quien lo asumió de buen grado. Quien supo que la máxima exigencia no era para ellos e hicieron autocrítica. Reconocieron que no estaban preparados y probablemente nunca iban a estarlo. Probablemente no tanto por talento como por cabeza. Algo totalmente legítimo.
Otros, en cambio, decidieron poner excusas. Y, lo que es peor, las vendieron tan bien que hubo quien decidió comprárselas. Al parecer, el problema de Gorka Santamaria en A Coruña era que aquel Dépor no ponía centros al área. Hoy, dos años y medio y nueve goles en tres equipos diferentes después, baja un nuevo escalón a Segunda RFEF apenas cumplidos los 30 años. No fue el único que lo intentó. No fue el único, tampoco, al que el tiempo acabó poniendo en su sitio.