Me gusta imaginarme al Deportivo inmóvil, tirado en el suelo, cubierto de barro, la cara pintada con colores de camuflaje, disimulando entre la hojarasca, conteniendo la respiración y esforzándose por bajar la temperatura corporal. Exactamente como lo hacía Arnold Schwarzenegger en “Depredador”, apenas el blanco de los ojos como pista para distinguirlo entre la tramoya.
Me gusta más aún imaginarme al Málaga, al Sporting de Gijón, al Zaragoza, corriendo por la jungla, presas del pánico, sus rastros de calor dibujando unas siluetas perfectamente visibles en el visor de la bestia alienígena que se dedica a cazarlos, uno a uno, mientras olfatea el aire en busca de su presa favorita. Escucho al Castellón reinterpretando una de las cinco frases que se deben de pronunciar en toda la película: “Hay algo ahí fuera esperándonos... y no es ningún hombre. Todos vamos a morir”
Para vosotros las ilusiones de ver al equipo acercarse a los puestos de playoff. No las necesito. Regocijaos en la esperanza (vana) de que se descalabren media docena de clubs que nos preceden en la tabla. Soñad con que Yeremay se empeña tanto en continuar en el Deportivo que, como único remedio para amortiguar la melodía de seducción de la Premier, no le queda más remedio que llevarnos a Primera División ipso facto. Pensad en que Gilsanz certifica la renovación con una racha de diez triunfos consecutivos. Todo superfluo para mí. Yo al dolce far niente, descontando jornadas en absoluta calma mientras escucho de fondo los chillidos histéricos de los que ven asomar la orilla de la Primera Federación. Placer adulto.
Como aquel que se fue diez días de vacaciones a la India y te jura que ha renacido como una persona nueva, transformado por la experiencia, pero con algo más de sustancia. Así quisiera pensar que ha amanecido el deportivismo tras una larga noche en el pozo donde el profesionalismo en el fútbol español se diluye. Más sabios, más serenos, más justos. Más dispuestos a no dejarnos arrastrar por el miedo que ahora paraliza a un puñado de ciudades tan e incluso más grandes que A Coruña, con masas sociales tan (pero nunca más) implicadas como la blanquiazul. Unas que tras muchos años convencidos de que la Segunda División es “pataca miúda” y se veían para más, pues resulta que están para menos. Sintetizando con la tradicional economía del lenguaje inglés, “been there, done that”, o, en idioma chenoísta, “cuando tú vas, yo vuelvo de allí”.
El mayor botín de la escalada clasificatoria del Deportivo no está en la distancia que lo separa de la cima, sino en la que ha puesto entre su anclaje y el suelo con un ritmo tal vez no veloz, pero sí sostenido. Hasta ahí lo ha conducido Óscar Gilsanz, mirando al frente y dejando que a sus pies sean otros proyectos que se sienten en deuda con mucha gente, otros que también cargan mucho peso a su espalda, los que otean el vacío con piernas temblorosas.
Se preguntan en el Musel y a orillas del Ebro qué va a ser de ellos, como nos lo preguntábamos hace un lustro por estos pagos. Ahora sabemos que lo importante es nunca perder la calma, contener las pulsaciones, renunciar a la exageración. Dejarse de afectaciones, no llamar la atención, trabajar en silencio. Solo así el Depredador pasa de largo.