Cuando jugaba al fútbol en categorías inferiores, existía un mantra no escrito: si no jugabas, tenías que mostrar tu enfado de alguna forma. Tenías que rebelarte, hacer saber al entrenador que no estabas contento con tu situación. Escuché mil veces a técnicos y dirigentes decir frases del estilo: “me gusta que te cabrees por no jugar o por salir del campo, porque eso significa que te importa”.
Siempre me pareció una frase bastante estúpida. Una manera de justificar gestos feos o salidas de tono que acaban generando momentos incómodos. ¿Desde cuándo está bien visto faltar al respeto al compañero que entra por ti, o al resto del equipo, solo por demostrar que quieres jugar?
Ese mantra me pareció siempre uno de los tópicos más tóxicos del fútbol. ¿Por qué hay que hacer visible cualquier incomodidad para dejar claro que se tiene ambición? ¿Acaso no se da por hecho que todos quieren jugar? ¿Qué pasa, no podías hacer carrera en el fútbol sin ser el típico egoísta que solo piensa en sí mismo, precisamente en un deporte colectivo?
Me negaba a aceptar esa lógica. Aunque yo no pude romper ese tópico –no por ser un santo, sino porque simplemente no me daba el nivel—, me reconcilia con el fútbol ver que aún hay jugadores como Jaime Sánchez. Que han hecho carrera en el fútbol profesional o cerca de él sin levantar la voz, sin numeritos, sin ego. Más Jaimes y menos entrenadores que premian el egoísmo y jugadores que compran ese discurso. Todos quieren jugar, aunque no lo griten.