Un trocito de la red de la portería de Maratón y un pellizco del césped de aquel campo de sueños. Me los llevé de Riazor el 19 de mayo del año 2000 y los guardé en un bote metálico de color gris por si, con el paso de los años, necesito abrirlo y recordar que sí, que estuve allí, que fue real porque hay un suvenir que lo atestigua. Han transcurrido 25 y el bote sigue cerrado. ¡Cómo me voy a olvidar!
Dice la canción que aquello fue “lo mejor que me pasó en la vida”. Ya sé que no hay por qué tomárselo todo al pie de la letra, pero siempre me causa algo de apuro ese verso. En parte porque habla en pasado, como si esa vida ya estuviese amortizada; en parte porque cuestiona el valor de otras experiencias; en parte porque el Deportivo no debería ser para tanto. Y sin embargo…
Yo querría tener la capacidad de poder explicarle a los ajenos que, efectivamente, es solo un triunfo futbolístico, pero también, al mismo tiempo, es bastante más que eso. Quisiera poder transmitírselo a quienes lo juzgan desde el desinterés y a quienes lo desprecian por no haberlo experimentado aún, quizás nunca. Esto va a ser un intento burdo.
Ganar aquella Liga, ser campeones, fue para mí la confirmación de que el fútbol lo juegan unos pocos pero lo hacemos entre todos. El deporte fútbol existe como un juego que requiere de una cierta habilidad y que permite a algunas personas ganarse la vida. El fútbol en sí es otra cosa y es la que nos tiene a mí escribiendo y a ti leyendo, la que se manifiesta como rutina y como pasión, la que te permite identificar y saludarte con otros como tú, la que se elige por herencia o por convicción particular, pero se consagra siempre en multitud.
Aquel éxito nos atravesó como un rayo. La ciudad se reescribió como el título de aquel disco de La Granja, los que le cantaban a su jugador favorito Eto’o: “azul eléctrica emoción”. No se me ocurre otra situación en la que se pueda vivir una conformidad así, el júbilo íntimo más intenso y a la vez amplificado por miles y miles de deportivistas en idéntico trance. La sensación de hollar la cumbre con una pisada simultánea: mi zapatilla y la tuya junto a las botas de Mauro Silva y Fran. Desde allí, desde lo alto, la plenitud: un vistazo en derredor desde el que no se avistaban lugares, sino el tiempo. Un futuro conquistado e imposible de arrebatar: campeones para siempre. En nuestra memoria y en la de los demás.
La Liga del Deportivo: la más cara de todas ellas; la que con menos puntos se ganó porque más equipos la compitieron; la que anunció otro siglo y otro fútbol, el de los oligopolios. Uno de nueve y nunca más uno de nuevo hasta que la industria futbolística del siglo XXI se fracture y se reimagine. Los sueños de los equipos que la compiten van a morir ahora en la orilla de un puesto europeo. Nosotros la atrapamos en el momento justo y por eso la guardamos con celo, un cuarto de siglo más tarde y los que hagan falta para explicárselo a quienes vengan después. No podía pasar, pero pasó.
“Lo que finalmente aprendí con mayor seguridad sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”, resumió el escritor Albert Camus. Mis mayores certezas sobre la felicidad me las dio aquel campeonato y aún las conservo en un bote.