Por uno de esos azares que permite un algoritmo distraído, descubrí en una red social un gráfico que explicaba el ascenso de la cultura de la dopamina. La idea es del crítico estadounidense Ted Gioia y contrapone las formas dominantes de diversas expresiones culturales en tres momentos contemporáneos. Por ejemplo, según Gioia, el periodismo que en la cultura lenta tradicional se expresaba a través de la prensa, en la cultura rápida moderna se convirtió en multimedia y finalmente, en este tiempo de cultivo de la dopamina, en clickbait. ¿La música? Se consumía en álbumes, luego en pistas sueltas, ahora en tiktoks. Las relaciones tradicionalmente apuntaban al matrimonio, en la cultura moderna viraron hacia la libertad sexual y hoy se concretan en “hacer match” en una aplicación. Y llegamos al deporte: antaño se practicaba, luego se convirtió en un espectáculo para espectadores y su manifestación dopamínica es verse convertido en vehículo para las apuestas.
Como puede que a Gioia le interese más el béisbol, ya me ocupo yo de cubrir la columna del fútbol: en el balompié tradicional nada gustaba más que un once que se pudiese pronunciar de carrerilla; en el fútbol moderno, que nace a partir de la Ley Bosman, el mayor aliciente fueron los mercados de fichajes. Hoy, el chute de dopamina nos lo da relacionarnos con el fútbol como lo hacemos con las ligas fantasy: juicios definitivos semana a semana sobre cada futbolista, ora futura estrella, ora “calamar”, ora tapón de canteranos, ora canterano que ya tapona a otros canteranos más jóvenes.
Vivimos en una época difícil de gestionar, en la que convive esa necesidad de estímulo perpetuo con un paradójico estancamiento. La cultura popular, y por ende el fútbol, se maneja en ciclos de nostalgia cada vez más cortos. La vista siempre hacia atrás. Si nada permanece, es mucho más sencillo tener algo que añorar. Hay adolescentes festejando el regreso del mapa original del Fortnite siete años después, ¡siete!, con más emoción que un cuarentañero comprando las entradas para el regreso de Oasis.
Pienso en todo esto cuando caigo en la cuenta de que ha sido ya el aniversario de la huída del Deportivo de la tercera categoría, el fin de (permítaseme la licencia) La Era Cuánto Sufrimos. Hace doce meses manteábamos a Lucas Pérez e Imanol Idiakez, o al menos lo hubiésemos hecho si nos hubiesen dejado (sí, nostalgia también de las invasiones de campo), y ninguno de los dos viste ya los colores del Deportivo por increíble que parezca. Alguno que entonces le negaba el aplauso, hoy daría algo por vivir de nuevo aquellos goles de Davo en Barcelona y O Carballiño. Es comprensible que se nos escape un suspiro al confrontar una anodina derrota en Gijón, nuestros deberes ya hechos, con la euforia de aquel 12 de mayo de 2024.
No estuve en Riazor aquel día de fiesta. Tampoco arrastro una pena grande por ello. He leído a gente mucho más joven que yo proclamar en las redes sociales que aquel fue el día más feliz de sus vidas. Sé que no lo fue de la mía porque en mi álbum blanquiazul hay otras páginas de oro que cualquiera querría haber vivido. Afortunado yo y mis recuerdos del pelo largo, queridos Arsenio y Jabo, que cantaría Burning. Hoy, sin aquel pelo, comprendo una nostalgia tan reciente por parte de los que se han criado en la era de la dopamina. Se me hace más difícil de entender la voracidad con la que nos hemos desprendido ya de algunos héroes de entonces y cavilo en quiénes serán fotos con filtro sepia dentro de unas pocas semanas.