La vuelta de Jairo me pilló de vacaciones. No me fijé mucho en las reacciones, pero vi alguna mínima reticencia entre una gran mayoría de apoyos a la operación. Ya sé que voy tarde y, además, no voy a ir contracorriente. Estoy a tope con este movimiento, sobre todo porque Jairo me parece ese tipo de futbolista especial. De esos que se te cruzan en un partido de cantera y con dos o tres toques ya ves que es diferente. Hay muchas variables que influyen en el hecho de que un jugador llegue o no al fútbol profesional o a la élite, pero el techo potencial de este tipo de futbolistas es más alto que el de otros. Luego puede pasar de todo. Y puede llegar el que menos esperabas. Porque los factores son infinitos. Pero vale la pena apostar por ese componente intangible que es muy difícil explicar –yo al menos no sé– y que veo en la sensibilidad de Jairo cuando tiene el balón en sus pies.
Y si aún encima es coruñés y deportivista, ya no hay duda. No sé si a Jairo le importará que cuente esto, pero el día del playoff contra el Albacete vi el partido a dos o tres metros de él en Marathón Inferior. Cuando todo se vino abajo y llegó el pitido final, las lágrimas de Jairo eran evidentes. ¿No sería bonito, de una manera muy enfermiza, si en la próxima liada del Dépor estuviera Jairo en el césped y otros pequeños Jairos llorando en la grada? Ya sé que parezco algo sádico, pido perdón. ¿Pero no haría eso que doliera algo menos? ¿No haría que valiera un poco más la pena el sufrimiento sin sentido que aceptamos al seguir al Dépor? Y ya si dejo a un lado esta innecesaria crueldad imaginaria y fantaseo con que las lágrimas, un día, puedan ser de alegría… Eso sí sería especial.