En el léxico del fútbol, Káiser es una palabra mayor. No se le otorga a cualquiera. Evoca a un emperador del área, un líder que no solo defiende, sino que gobierna; que no solo juega, sino que imparte orden con su sola presencia. Oficialmente, Riazor nunca coronó a Pablo Vázquez con ese título, pero en la práctica, sobre el césped, fue algo parecido a un Káiser. La autoridad de Vázquez no se medía en declaraciones altisonantes, sino en hechos irrefutables. Ser el jugador de campo con más minutos de toda la Segunda División no es una anécdota, es la demostración de un dominio absoluto. Es la prueba de una fiabilidad imperial, de una jerarquía que le convertía en el mariscal de la zaga. Mientras el equipo fluctuaba, él era el eje inamovible. Mientras otros caían, él permanecía en pie. Era el responsable de poner orden en el caos, el general que nunca abandonaba a su legión. ¿No son esas, acaso, las cualidades de un Káiser?
Su liderazgo era silencioso pero implacable. Se manifestaba en cada duelo ganado, en cada balón aéreo despejado, en cada instrucción a un compañero. Representaba un tipo de liderazgo fundamental, de esos que no se fichan con dinero, sino que se forjan en la batalla del día a día. La fría etiqueta de “temporada discreta” con la que se valoró su año choca frontalmente con la realidad de su tiranía sobre el césped. El club, en la búsqueda de un perfil de jugador diferente desprecia el poder real y tangible de su káiser particular a cambio de la promesa de algo nuevo.
Ojalá salga bien. Lo más doloroso para el deportivismo es que este Káiser sin corona no ha abdicado. Simplemente ha trasladado su imperio a un reino rival. El Deportivo no solo ha perdido a su mejor defensor, ha creado un vacío de poder en su propia área y, de paso, ha reforzado la de un adversario directo, el Sporting de Gijón. El trono de la defensa blanquiazul está ahora vacante. Y ojalá pueda llenarse bien pronto con otro Káiser al que Vázquez tiene en alta estima: “el señor Dani Barcia”.