Todos los años me pasa lo mismo. Termina la temporada y los fines de semana entro en espiral: ¿Y qué hago yo ahora? Debe ser un poco Síndrome de Estocolmo. O aquello que nos decían las madres de que sarna con gusto no pica. Pero es llegar el sábado y me siento un poco vacía. Hasta empiezo a echar de menos eso de tener que estar a las nueve de la mañana en la Torre para papar frío y lluvia mientras mi hijo encaja un saco de goles bajo palos para marcharnos después corriendo a cualquier pista de hockey sobre patines de la ciudad, por lo menos a cubierto (aunque sea parcialmente), comer rápido, venir a trabajar y abrir tantas ventanas como me permite el navegador para poner los partidos del Zalaeta, del OAR, del CRAT... todos los que haya ese día (ojalá poder estar en varios sitios a la vez). Y aún me queda el domingo para el fútbol sala, algún torneo de ajedrez (y aún quería apuntarse a baloncesto y amenaza con el tenis de mesa para el año que viene) y las citas cada quince días en el Palacio de los Deportes de Riazor con el Liceo. Para llegar a todo hay que hacer encaje de bolillos e implica, además de salir de casa a las ocho de la mañana para volver más allá de las doce de la noche, una organización de tuppers, transporte y mochilas que debería computar como experiencia si algún día me presento a presidir el COE. A partir de este fin de semana tengo dos meses de descanso y ya me entra el agobio. Le pregunto a otras madres si les pasa lo mismo y me miran como si estuviese un poco loca. Y me dirán ustedes: Señora, dedíquese a pasear, a leer un libro bajo el sol, a vivir sin mirar el reloj... Y yo pienso: ¿Y qué tal si me aficiono a las traineras?