Ignacio Alabart tiene casi más títulos, 28, que años a unos meses de cambiar de década y cumplir los 30. Pero para Alberto Galmán y José Ares, dos de sus primeros entrenadores en Compañía de María, sigue siendo “el niño”. Es cierto que todavía conserva esa cara infantil por mucho que haya estirado, en centímetros y deportivamente, y es lógico que se les escapen estas palabras cuando se refieren a él. Galmán, portero del Liceo en los años 80 y compañero de su padre en esa etapa, incluso le ataba los patines cuando le estaba enseñando a sostenerse sobre las cuatro ruedas. La técnica, con unos cordones kilómetros, es un poco más complicada que la del típico truco del conejito que se mete en la cueva. Pero una vez que se ponía encima de ellos era muy evidente que el pequeño se encontraba en su hábitat natural. “Tenía algo especial”, dice. “Lo hacía todo con muchísima facilidad”, aporta Ares, que lo dirigió hasta el segundo año de infantiles, donde ya lo cogió Josep Sellas antes de irse en juveniles a La Masia, de allí cedido dos cursos al Voltregà (con Ricardo Ares y Cesc Linares como entrenadores) y ya directo a formar parte de la constelación de estrellas del Barça.
Un camino ya hace tiempo consagrado, aunque a veces infravalorado, y para el que, si quedaba alguna duda, la final de la Liga, en la que asumió los galones de líder para llenar el enorme hueco dejado por la marcha de Pau Bargalló, supuso la confirmación definitiva y poner sobre la mesa su nombre como candidato al mejor, o uno de los mejores, jugadores de hockey del momento (al final muchas veces es más una cuestión de gustos). “Es el Messi del hockey”, suelen referirse a él en las retransmisiones. Pero si se quiere utilizar un símil futbolístico, tiraría más hacia un Iniesta, un Laudrup, un Bergkamp. Pura clase y talento, casi magia patinando como entre nubes pero a la velocidad de los rayos sin perder su porte elegante, con la cabeza siempre erguida, una silueta que valdría para estampar en el logo de la OK Liga, a lo Jerry West en la NBA.
Muchos dirían que le viene de familia. Pero la genética y el trabajo, la entrega desde que era pequeño por lo que hacía, han ido a partes iguales. Su padre, Kiko Alabart, le aportó sangre del Reus y del Liceo. Su madre, Dori González, del Dominicos. Su abuelo, Antonio González, añadió al mix algo de blanquiazul por el Deportivo. Y él se formó en Compañía de María. Una mezcla explosiva con lo mejor de cada casa. “El mérito es solo de Compañía, que fue donde le enseñaron todo y lo hicieron muy bien con él”, señala Jorge González, su primo, que fue jugador y ahora formador de Dominicos, sobre la que es su competencia (ambas canteras colegiales llevan años peleando por la hegemonía de la base autonómica), donde su primo también estuvo a las órdenes de Antón Boedo (ahora director deportivo del Liceo), Marcos Rey y Óscar Rey.
Porque la parte blanquinegra de la familia, bromea, lo intentó llevar por el mal camino. “Cuando íbamos a casa de mis abuelos y jugábamos allí, los primos, como era el pequeño, lo poníamos de portero”, se ríe Jorge, aunque según se fue haciendo mayor cambiaron las tornas. “Llegó un momento que ya tuvimos que dejarlo para que no nos ganara”, sigue con sorna. Porque “siempre destacó”. Es algo que todos los que le vieron crecer repiten al unísono, desde entrenadores, compañeros, familiares y amigos. “Era su forma de patinar, pero también era su inteligencia sobre la pista, pero ya cuando era prebenjamín se le veía”, reconoce Galmán. “A mí ya me vino muy bien enseñado y cuando lo cogí, en benjamines, ya tenía muchísima calidad y era rapidísimo. Me asombraba mucho la facilidad que tenía para el patín, pocas correcciones había que hacerle, como si fuera natural en él. Le ponías los ejercicios y los pillaba al momento, aunque quizás le costaba más sacar el carácter, pero no precisamente por falta de calidad sino porque era un poco introvertido”, indica Ares. “Ahora es un jugador diferencial. Juega y hace jugar”, añade.
El entorno influyó, aunque siempre desde la distancia, dejando hacer. “Kiko se ponía tan nervioso estando de delegado que de algún partido se tuvo que ir, y yo le decía que con todas las que había pasado siendo jugador que parecía mentira”, se ríe Ares. El padre le hacía correcciones, lo llevaba a patinar en sus horas libres, pero para Galmán la influencia más importante de la familia fue otra: “Le dieron una educación deportiva y entendieron la importancia que puede tener el deporte en la formación de un niño, inculcándole también una ética de trabajo y una disciplina”.
Entrenaba al mediodía. Entrenaba a la noche. Entrenaba los fines de semana cuando no había partidos. “Para mí Kiko lo hizo muy bien, con ese equilibrio entre ayudarle y no meterse”, valora Jorge González, que también cree que marcharse a La Masia con 16 años fue la decisión más acertada. “Le vino muy bien, creció mucho a nivel deportivo y personal”, recuerda. “Cuando volvía a casa venía alguna vez a entrenar con nosotros y ya te dabas cuenta de que iba como un tiro. Él me daba consejos a mí. El alumno superó al maestro con creces”, sentencia Ares.