Suele confundirse en el fútbol en muchas ocasiones la valentía con la inconsciencia. Y, lo que es peor, olvidarse de que hay un factor determinante de fondo cuando hablamos de la máxima élite: la competitividad. Los grandes entrenadores de la historia, en el deporte rey y en los demás, aprendieron rápido, y no siempre por las buenas, que el primer paso para intentar ganar un partido es no perderlo.
Esto, que parece una obviedad, tiende a olvidarse a menudo. Una amnesia transitoria que desaparece cuando las matemáticas empiezan a ajustar demasiado el nudo de la corbata. Es entonces cuando se suele pecar por defecto y entregarse a los brazos del conservadurismo. Tampoco aquí los extremos son aconsejables.
La naturalidad, el equilibrio. El sentido común, en definitiva. Conocer cuáles son tus defectos y, sobre todo, saber hasta donde pueden llevarte tus virtudes. El Deportivo quiso tomar un atajo en su regreso a Segunda y el sendero llevaba de nuevo al abismo. Está empezando a reconducirlo al tiempo que aprende que entre ganar bonito o perder por dispararse en el pie también existen grises.
Porque jugar a máximos solo es buen negocio cuando tienes las mejores cartas. Y a veces, que se lo pregunten a Almería, Granada y tantos otros en años anteriores, eso ni siquiera es garantía de nada. En una competición tan igualada y larga como la Segunda, encontrar una identidad que permita dar siempre pasos en firme acostumbra recompensar a los pacientes. No es necesario cerrarse ninguna puerta. Tampoco andar abriéndoselas a nadie.