Es cada vez más habitual leer críticas sobre el papel y la actitud de los padres (y madres) con sus hijos en el deporte, sobre todo en uno: el fútbol, el que nos trae a estas líneas.
Uno de los más comunes es el padre entrenador, el que da instrucciones y dirige desde la grada. También está el padre directivo, el que ‘decide’ la convocatoria y quiénes deben ser los titulares. ¿Qué decir del padre ‘hooligan’? El que falta al respeto a árbitros y rivales. ¿Y el padre fantasma? No hay discusión posible: su hijo es el crack del equipo, no hace nada mal. El padre espía no se pierde ni un entrenamiento y traslada la información que más le conviene. Aunque parezca imposible, también hay padres normales: respetan y animan.
Todos ellos tienen algo en común: son padres. Actúen mejor o peor, los que están en el campo (o fuera) son sus hijos. Y eso no lo va a cambiar nadie.
A Villarreal llegaron un puñado de padres incondicionales. Ellos también jugaron el partido. Ellos también merecieron la clasificación. Apoyaron, cantaron, gritaron, protestaron, se levantaron, pero nunca se resignaron. Uno reclamó atención a su hijo en la prórroga y así se lo hizo saber voceando su nombre. Otra era la que iniciaba los cánticos (y el resto le seguía). Otro se enfadó mucho con el árbitro por no pitar un posible penalti a Kevin. Otro lo vivió en silencio (la procesión va por dentro). Otro quería saltar al campo para hacer la foto (no le dejaron).
Todos sufrieron, todos creyeron y todos, exteriorizándolo más o menos, se emocionaron. A 1.000 kilómetros de casa, ante una cantera referencia en España pero compitiendo como jabatos, sus hijos lo habían vuelto a hacer. La foto de celebración con sus padres orgullosos detrás representa lo que es este equipo: una familia. Va por vosotros, papás.