Al menos ya nos llevamos algo de esta temporada que recién comenzó. Un gol que no es cualquier gol, uno de los que se recuerdan. Si en los patios de los colegios se sigue jugando al fútbol, imagino que habrá muchas niñas y niños en las escuelas coruñesas intentando repetir el final de una secuencia memorable por inaudita: pase de tacón, pase de tacón, dos a falta de uno, y gol.
Esa dificultad coreográfica yo solo la atisbo en los ejercicios de natación sincronizada, en el Lago de los Cisnes y, creo, en las boy-bands coreanas. Pero ni en la piscina, ni en el ballet, ni en el escenario hay que engañar rivales. Cada décima de pasmo que generaron en los defensas del Granada los arabescos de los delanteros del Deportivo se sumó al tiempo, mucho, del que dispuso Mario Soriano para embocar libre de marca ese gol que si se cuenta no se cree: hay que verlo. En bucle.
Relatan que a Stendhal, escritor decimonónico, poco menos que lo tuvieron que atender los servicios médicos y sacarlo en camilla de la basílica florentina de la Santa Croce, de la impresión que le produjo tamaña concentración de belleza. El siroco que le sobrevino fue tal que acabó denominando un síndrome con su nombre. No quiero imaginarme el nivel del stendhalazo si el francés hubiese nacido deportivista y tuviese contratada la retransmisión de la Liga Hypermotion el sábado pasado.
En fin. Lo que pretendo decir es que el fútbol no da de comer, pero sí da de vivir. Y recordar, decían los de la empresa fotográfica Kodak, es volver a vivir. Ese gol en un estadio de nombre tan entrañable como Nuevo Los Cármenes, lo recordaré, lo reviviré, muchos años, independientemente de lo olvidable de la escena, una jornada inaugural de la Segunda División.
Hay más casos. No sé nombrar ya el rival o las circunstancias, pero visualizo una tijera alucinante del venezolano (también deportivamente olvidable) Christian Santos para cerrar una jugada de videojuego del Deportivo de las rayas horizontales. También son indelebles la chilena de Luque frente al Málaga, el eslalon de Valerón ante el Lille, o la cintura triturada de Mino a pies de Bebeto.
Ninguno de todos ellos son el gol de Alfredo o el gol de Donato, los más importantes de todos los anotados en la historia del Deportivo por aquello de expedir un pasaporte para la eternidad. Aun así, son vivencias con derecho perpetuo a moviola en mi cabeza.
La belleza, aunque fútil, hay que atesorarla. Es gratuita, es imperecedera mientras la recuerdas. Tiene valor por sí misma. Ese gol, golazo, colectivo y barroco, una sinfonía de 25 compases, sumó algo concreto en el marcador y ayudó al puntaje en la tabla, por lo que ni siquiera fue trivial. Pero aunque lo fuera, como aquello que Diego Tristán regaló para el olvido de los distraídos por los ocho goles del Mónaco, también hubiese sido bastante para hacerle un hueco en el álbum blanquiazul. Tanto como para que Stendhal hubiese escrito “Blanco y Azul” en lugar de “Rojo y Negro”.