Cada año, antes con los últimos coletazos del verano, ahora en plena canícula, regresa ese runrún familiar. No es el del fin de las vacaciones ni el de la vuelta al cole, sino una vibración más profunda y colectiva, una que se mide en fichajes de última hora, en el olor a césped recién cortado y en el sonido de un balón rodando. Es el comienzo de la temporada de fútbol, ese bendito momento en el que a millones de personas se nos resetea el alma y se nos concede, una vez más, el permiso para soñar.
El final de la temporada anterior pudo ser un drama, una decepción o, con suerte, una gloria efímera. No importa. Agosto llega como un borrón y cuenta nueva, como decía un expresidente deportivista se trata del mejor momento de la temporada, una amnistía emocional que nos permite olvidar las pifias del portero, los fallos a puerta vacía y las decisiones arbitrales que nos amargaron la existencia. Durante unas semanas, todos los equipos parten de cero. Todos son aspirantes al título o al ascenso, todos pueden ser la revelación y cada jugador es una promesa a punto de explotar. Es el kilómetro cero de la esperanza.
Esta ilusión compartida es un fenómeno fascinante. Se ancla en la necesidad humana de creer, de tener fe en algo, por irracional que parezca. El aficionado se despoja del cinismo de la vida cotidiana y se abraza a una narrativa limpia, a un lienzo en blanco donde todo es posible. Las conversaciones en bares y oficinas giran en torno a la pretemporada, a si el nuevo delantero tiene gol o si el canterano recién ascendido apunta maneras. Creamos castillos en el aire con la alineación ideal y nos convertimos en directores deportivos y entrenadores desde el sofá, porque aquí y ahora todas las teorías son válidas
Más allá de lo personal, esta renovación de la esperanza tiene un componente social innegable. El fútbol nos devuelve a nuestra tribu. Refuerza lazos familiares y de amistad a través de un lenguaje común. La camiseta del equipo vuelve a ser un estandarte de pertenencia que unifica, que nos recuerda que somos parte de algo más grande que nosotros mismos. Es el ritual de ir al estadio, de quedar para la previa y para ver el partido, de compartir la tensión y la euforia. Es un pegamento social que, en un mundo cada vez más individualista, se vuelve casi imprescindible.
Por supuesto, somos conscientes de que esta ilusión es frágil. Sabemos que, con el paso de las jornadas, la cruda realidad de la clasificación pondrá a cada uno en su sitio. Las esperanzas se convertirán en nervios, los sueños en cálculos y, para muchos, la ilusión inicial en una resignada aceptación. Pero incluso esa certeza no logra aplacar la magia del comienzo.
Quizás, en el fondo, la temporada de fútbol no trata solo de ganar o perder. Trata sobre este ciclo infinito de muerte y resurrección emocional. Es la belleza de tener una pasión que, año tras año, nos brinda la oportunidad de volver a empezar, de ilusionarnos como niños y de compartir esa locura con miles de personas. Y eso, en sí mismo, ya es una victoria.
Así que, bienvenido sea, un año más, el bendito fútbol y su infinita capacidad para hacernos creer.