No volveré a dudar de Rafa Nadal. No volveré a dudar de Rafa Nadal. No volveré a dudar de Rafa Nadal. Y así seguiré luego hasta que me sangren las manos. No soy el único que le consideraba acabado. No me escondo. Ni me lo perdono. Creía que jamás jugaría otra final de un Grand Slam.
Le daba por muerto, como a Sixto Rodríguez, músico anónimo en Estados Unidos, su país de origen, pero que vendió miles de discos en Sudáfrica. Unos decían que se había prendido fuego, otros que se había pegado un tiro. Rodríguez volvió a la vida dos décadas después y colgó el cartel de 'sin entradas' en una gira por el país africano. Era una leyenda.
Nadal renació en Australia tras las dos peores temporadas de su gigantesca carrera. Entre 2015 y 2016 solo alcanzó dos veces los cuartos de final en las citas del Grand Slam. Perdió hasta el pelo. El mito se tornó humano. Crecer y madurar al ritmo de sus victorias era fácil. Verlo sufrir, incapaz y acribillado por las lesiones nos recordaba que el reloj vital corre para todos.
Rafa tenía otros planes. Desdeñó el pasó del tiempo. Acabó con Zverev, Raonic y Dimitrov, algunos de los más prometedores talentos del tenis. No puedo decir si esta es su mejor versión. Me cuesta elegir entre el adolescente, sin mangas y con melena que destronó a Federer y el treintañero con implantes y achaques que ayer perdió a cinco sets.
Porque enfrente estaba el mejor de siempre. Fue un duelo de toda la vida. Tenis vintage, que le llaman algunos. Una final para guardar y regalar. Y que no sea la última. Porque la rivalidad entre Nadal y Federer es historia del deporte. Sin Rafa no se entiende a Roger y viceversa. Son como los Beatles y los Stones o De Niro y Pacino.