Qué es jugar bien al fútbol? La pregunta es eterna y la respuesta jamás será uniforme. Para unos cuantos lo que hizo el Barcelona en en su eliminatoria contra el Inter se acerca bastante a la medida de lo que debe ser el fútbol bien jugado. Puede admitirse. El equipo que adiestra Hansi Flick ha participado en una liza vibrante y plena de alternativas, dispone además de futbolistas brillantes como el excelente Pedri o el excelso Lamine Yamal. Cuando ambos engrasan la maquinaria colectiva hay pocos equipos más vistosos que este Barcelona, atrevido para llevar la línea zaguera hasta el centro del campo y achatar a su rival, casi siempre coherente con el balón en los pies. Sí, el Barcelona es una gozada.
Pero jugar bien es otra cosa. Por ejemplo meter seis goles en diez tiros a puerta no es que sea jugar mal. Lo hizo el Inter en este cruce que nos ha dejado tantos matices. Jugar bien es ser inabordable y dominante. Sin cambiar de colores: a pocos equipos he visto fajarse más y conceder menos que al Barcelona del sextete y años sucesivos en el que aquellos tipos con una inmensa calidad eran unos tigres cuando tenían que hacerse con la pelota. Recuperación tras pérdida, le llamaron los docentes de la pelota.
Jugar bien es engarzar todos los rudimentos del fútbol y llegar a dominarlos. Si lo llevamos a nuestras entretelas blanquiazules podemos reparar en aquel equipo campeón que ahora cumple 25 años y cómo creció a partir de una simbiósis entre el talento que lideraban tipos como Djalminha y el rigor que solicitaba Irureta. Esa convivencia no siempre es pacífica, pero cuando se alcanza suele ofrecer buenos réditos. Se logró en las postrimerías de Arsenio en el club, cuando al orden que pregonaba el veterano técnico se le agregó el talento de un nivel que nunca había tenido la suerte de dirigir.
El fútbol es la manta corta que llevaba encima el técnico brasileño Tim, esa que nunca te acaba de tapar y siempre te tiene al borde un catarro. Por eso conviene ponderar a esos entrenadores que te ofrecen un refugio seguro. Y en estos últimos meses ha quedado claro que Óscar Gilsanz es uno de ellos. Ahora es el momento en el que el Deportivo debe definir como recorrer el camino que según los juglares del club nos llevará a Primera División no más tarde de la primavera de 2028. Y ahí no siempre la ruta correcta es la que a primera vista se ve bien asfaltada y jalonada por un maravilloso paisaje. Tampoco nadie garantiza que la pista opuesta sea la correcta.
El fútbol tiene algo de cíclico y quienes ya hemos visto rodar un poco la pelota recordamos experiencias fallidas de clubs que prescindieron de entrenadores que no les parecían pintureros. El Madrid, por ejemplo, echó en su día a Radomir Antic porque el equipo era líder y no jugaba bien. Recuperaron a Leo Beenhakker, que había epatado con la Quinta del Buitre. Nadie recuerda si jugaron mejor o peor, pero sí que perdieron una Liga que tenían encarrilada. Años después volvieron a reincidir los blancos, que en 2004 le dieron boleta a Vicente del Bosque porque tenía “la libreta anticuada”, explicó Florentino Pérez, que fichó al luso Carlos Queiroz, más apuesto seguramente. Del Bosque ganó el Mundial seis años después.