De vez en cuando el fútbol desliza modos y maneras que ya creíamos en extinción. Y a muchos les parece tan fascinante que convierten en tema de debate algo que debería ser tan natural como una invasión de campo para celebrar un éxito de tu equipo.
Los seguidores del Real Oviedo desafiaron este sábado todas las convenciones actuales y se lanzaron al césped del Tartiere en cuanto el árbitro certificó con tres pitidos el ascenso a Primera de su equipo. Tras 24 años de espera cualquier tipo de reacción que no tenga que ver con el homicidio parece razonable, pero los guardianes de las esencias del fútbol moderno lucen espantados en las últimas horas. A la cabeza de todos se ha situado LaLiga, que como si fuese la señorita Rottenmeier alza la voz para imponer sus normas como la amargada institutriz que le recordaba a Heidi que no debía retozar por las alpinas praderas. La patronal propone una sanción al Oviedo porque la invasión obligó a jugadores, técnicos y equipo arbitral “a retirarse de manera apresurada hacia el túnel de vestuarios” e impidió la “realización de cualquier actividad tanto en el terreno de juego como en su perímetro”.
La actividad esencial en el césped cuando logras un ascenso es celebrarlo. Igual parece de perogrullo, pero conviene recordarlo. Instalada la moda de entregar los trofeos sobre el verde y no en el palco se le ha hurtado al hincha el goce de expresar sin ataduras su euforia incluso cuando no se entregan copas o similares. Los marketinianos que todo lo miden pretenden tallar también nuestras alegrías y alzar escenarios a través de una tramoya que poco tiene que ver con la esencia del fútbol, que no estaría de más que empezase a estar dirigido por futboleros. Nos dijeron que si nos quedábamos en nuestros sitios, y conteníamos nuestra algarabía, disfrutaríamos más. Que ya se encargaban ellos de montarnos la fiesta. En realidad lo que son es unos sosos que no entienden de que va esto.
“Invasión de campo” es el título de un librito que cayó en mis manos no hace mucho, un curioso ensayo que interpreta el sentimiento desigual de la grada, un crisol de afectos y emociones en donde se reflejan los avatares de los equipos a los que sostienen. En él se disecciona como los nuevos gestores de la industria del fútbol (no se me ocurre expresión más lamentable para definir nuestra pasión) se preocupan de uniformizar esos afectos y señalarnos cómo, cuándo y desde dónde llorar o reír por nuestros colores. Imagino a los ejecutivos de LaLiga y a los MBA de la “industria” espantados ante la explosión de entusiasmo popular que se vivió en Oviedo, donde como sucedió en Riazor hace 25 años los aficionados acabaron en el campo, los jugadores en el palco y los dirigentes donde pudieron. No se me ocurre un final más poético que invadir a quienes invadieron el fútbol.