Ya hace tiempo que el fútbol, tal y como acuñó Gary Lineker, ha dejado de ser un deporte en el que juegan once contra once y siempre gana Alemania, que además se ha tuneado en consonancia con los cánones contemporáneos y por renunciar ha renunciado incluso a sus históricas calzonas negras, seña de identidad de equipos legendarios. Ganaba siempre Alemania porque en caso de duda en la última jugada del partido aparecía un panzer (Horst Hrubesch, por ejemplo) y la clavaba. Ayer Füllkrug, un tanque de última generación con barbita recortada y peinado degradado, la envió al otro lado del palo. Era el empate, el pasaporte a unos penaltis que parece lógico colegir que hubiesen castigado a España tras sufrir sendos castigos cuando acariciaba el triunfo.
Nos quedamos con la duda y hay que celebrarlo. El espabilado Lineker puso en 2018 al día su frase sobre el rodillo germano. “El fútbol es un juego sencillo. 22 hombres persiguen un balón durante 90 minutos y al final, los alemanes no siempre ganan. La versión anterior queda para la historia”, rectificó tras la capitulación alemana en Rusia, en el Mundial ruso.
No les fue mucho mejor en Qatar. En los últimos años Alemania estuvo rebajada como quizás antes jamás lo estuvo. España la abochornó hace cuatro años con una goleada (6-0) en Sevilla que removió cimientos. Y el equipo ha mejorado por más que Nagelsmann se empeñase en guardar en el banquillo al excelente Wirtz, cuya mezcla con Musiala es dinamita. Es ahí donde hay que poner en valor del triunfo de La Roja en Stuttgart, vecinos como estaban a la muy germanísima Mercedes Benz y ante una parroquía que no hacía concesiones y jaleó sin dudar la dureza de algunos de sus futbolistas.
España ganó y lo hizo a la alemana. Con un gol en el último minuto, un resquicio que minutos antes había asomado con el empate que llevó el partido a la prórroga. Todo viró. La historia se cambia y La Roja está ahí para reescribirla, para festejar por primera vez que deja atrás al anfitrión de un gran torneo, como nos dejó Alemania en aquel Mundial del 82. Mikel Merino cabeceó un balón eterno, como el de Maceda o Puyol y con su grito en ese córner teutón presentó al mundo la nueva España, la que integra razas, edades y variadas procedencias, “la mezcla” que nos iba a hacer poderosos y que había anunciado tanto tiempo el gran Luis Aragonés. Esta España plural de la que todos tenemos el derecho de sentirnos forofos y que forma un once en unos cuartos de final de la Eurocopa con un futbolista del Real Madrid y dos del Barcelona, la España que se forja más allá de los Pirineos.
Aquel equipo que amasaba el balón sin colmillo queda atrás y ahora integra, toque, transiciones y, los dos goles de Dani Olmo y Mikel Merino en Stuttgart lo demuestran, capacidad de golpear en llegadas al área. Ganó España a la alemana y lo festejamos a la española, ilusionados y abrigados en el calor del éxito. No todas las historias tienen un final feliz, pero estaría bien que la de esta selección lo tuviese.