Cuando era niño los goles de Santillana y Juanito y más tarde de Butragueño y Hugo Sánchez querían compensar la orfandad de una gloria que nuestros padres relataban en las sobremesas del estío ochentero siempre ayuno de triunfos deportivos.
La conquista de la Copa de Europa era un anhelo, una esperanza de rivalizar con una generación que siempre nos recordaba que más allá de sus carencias tuvo en el Real Madrid de Bernabéu la referencia de una España que aún sumida en la autarquía y el aislamiento buscaba recuperar a través del deporte un orgullo perdido por décadas en el contexto internacional.
Bernabéu, decían, era el símbolo de la España triunfante más allá de nuestras miserias. Creó un equipo de leyenda y conquistó sin complejos una Europa que miraba con desdén ese país al sur que emergía de su lucha a garrotazos.
El vertiginoso desarrollo que trajo el advenimiento de la democracia coloreó un Madrid en blanco y negro, hizo crecer el Estadio de Chamartín y devolvió al Real Madrid de la mano de Ramón Mendoza y aquella Quinta del Buitre la hegemonía liguera.
Pero la Copa de Europa no llegaba y tuvimos que aceptar durante más de dos décadas que el Madrid de nuestra generación nunca podría rivalizar con ese que contemplábamos en las imágenes del Nodo.
Llegó por fin la Séptima y la Octava y la Novena pero nunca pensamos que llegaría el día en que pudiéramos decir que los triunfos del Madrid de nuestro tiempo fueron mayores que el de aquel otro cuyas historias llenaron nuestra infancia. En Wembley, con la conquista de la Decimoquinta, Floro superó a Bernabéu como el mandatario futbolero más laureado del continente. Su obra en el Madrid también será legendaria y en el futuro nuestros nietos nos preguntarán por aquél que hizo posible la hemorragia victoriosa de este primer cuarto de siglo.