La última vez que el Real Oviedo jugó un partido de Primera División en Riazor me tocó acudir a vestuarios a buscar declaraciones de sus jugadores. Me encontré a unos futbolistas de Primera División comiendo bocadillos tras la grada de Pabellón. Hablaban de Djalminha. Lo hacían como si acabasen de contemplar un capítulo de Oliver y Benji en Campeones. Por algún motivo desconocido el genio brasileño se había tomado aquella cita ante un equipo del fondo de la tabla como si jugase ante Madrid, Barcelona o Celta. La exhibición era motivo de debate en aquella tertulia de los jugadores del Oviedo: “Viste cuando hizo...”.
El caso es que poco después el Oviedo perdió la categoría y hasta hoy. 23 años sin jugar entre los grandes son un peaje aún más oscuro que la larga y tenebrosa noche futbolística del Deportivo de los setenta y los ochenta. El Oviedo estuvo a punto de sucumbir. Le ganó el Arteixo en una promoción de ascenso a Segunda B cuando en la capital del Principado la gente se rebelaba contra la imposición de un sosías, el Astur, finalmente fenecido ante la presión popular. El Oviedo es un club muy grande y que lleva tras sí mucho sentimiento. Por eso hay que ponderar sus dificultades para dar el salto. Regresar a Primera (y no Federación) no es sencillo. Hoy el Deportivo inicia un camino que tarde o temprano debería acabar ahí. Resulta complicado imaginar ahora mismo una demora similar a la de quienes hoy nos visitan. Pero nunca está de más mirar al vecino y aprender.