Unas horas más tarde, a pocos kilómetros de allí, un hombre con gesto serio y barbilla apuntando al cielo, arrastra las maletas imaginarias que nunca quiso hacer y que llevaban unas cuantas semanas preparadas en casa. Es el rey ‘muerto’.
Desde la distancia, los aficionados, que con poco se entusiasman, recuerdan al rey ‘puesto’ como un excelente futbolista -una debilidad personal para quien escribe-, olvidando que no siempre todos los grandes camareros terminan por ser jefes de sala. Todos recuerdan su CV y a los entrenadores que tanto le enseñaron. Maneja la escena y habla de patata caliente sin cerrar su sonrisa, como cuando Arguiñano corta una zanahoria y cuenta un chiste mirando a cámara.
Desde una distancia diferente, el rey ‘muerto’ se muerde la lengua y guarda lo que algunos llaman ‘ventilador’, ganándose así el título de caballero que, para el que escribe, se lo tenía ganado mucho antes. Ese analogismo de silencio y caballerosidad es algo perverso en el mundo del fútbol.
El ‘jefe’ habla con sinceridad y se percibe “tienes las puertas abiertas”. Es una decisión dolorosa y él, mirando una vez más de frente dice: “yo no he bajado los brazos”. Ya nadie quiere recordar ahora que también fue futbolista de élite y que le dirigieron grandes entrenadores porque ese es solo un argumento válido para el viaje de ida, nunca para el de vuelta.
Y otra vez a empezar. Nuevas ilusiones, nuevos hábitos y diferente metodología, eso sí, aplicada siempre sobre los mismos elementos y esperando diferentes resultados. La rueda sigue girando y el próximo lunes la pelota empezará a dictar una nueva sentencia que esperemos, por el bien de la nave, sea plenamente satisfactoria. Mientras ese momento llega, les resumo mis conclusiones: